No supe su nombre, era algo que
sonaba como wilrey… will algo. El hombre, no mayor de 50 años, tenía ojos
pequeños, oscuros, que se movían rápidamente. Subió a la buseta, saltándose el
registrador, sin dejar de sonreír. Era una sonrisa que hacía lucir sus orejas
aún más grandes.
Saludó, animado. Supongo que fui la
única que respondió su saludo, o al menos la única que lo hizo en un tono
audible, evadiendo la búsqueda absurda de sentir que se hecho una “buena obra”.
Sacó del maletín un pote plástico de tapa verde.
- Voy a pasar por cada uno de
ustedes para que pruebe mi maní valluno, más bueno que un desayuno.
Tampoco sé si fui la única que
sonrió por su ingenio sencillo. Por lo menos fue tan convincente como para
hacer que yo, en contra de todas las costumbres medio paranoicas que los
horrendos casos de inseguridad nos reafirman a diario, probara la pequeña
muestra gratis que repartió por los puestos del colectivo. Era dulce, no empalagoso.
No canjeable por un desayuno, pero sí una semilla de sonrisa.
Creí que continuaría ofreciendo
su maní “100% natural y hecho en casa”, pero, de repente, habló de deleitar el
espíritu. Entonces se abrazó a su memoria y, con su sonrisa levemente menguada,
de expresión serena, recomendó a los presentes el capítulo 24 de la biblia del
versículo 3 al 51. El que trata acerca
de la segunda venida de Dios.
Me sorprendió. No había estampitas
con mensajes. Ni tampoco hacía la petición de ayuda para alguna fundación, que
a veces resulta inexistente. Era sólo su memoria y su maní. Y para más
sorpresa, no había un discurso con dogma. Más que sus palabras, era su mirada
esperanzada y sonriente la que hablaba.
Es posible que su vestimenta
influenciara mi percepción. Tenía un saco azul de rayas de colores, que aunque
desteñido en algunas partes, estaba bien abotonado, con esmero. Tenía una
postura recta y entradas prominentes en su cabeza, que anunciaban una calvicie tipo
obispo. Lo sentía dedicado, optimista… sincero.
No me di cuenta en dónde se subió…
y aún no lo recuerdo. Se perdió con el sol tostado y afilado que atravesó mis
ojos. Se me perdió su sonrisa segura cuando se bajó en el centro comercial
Galerías. Se perdió justo antes de llegar a aquel condenado trancón que a pesar
de ser en hora valle, se forma por el arreglo de un carril del puente de la
calle 53 con carrera 30. ¿Se perdió? ¿O
dejó atrás a los perdidos?
Son tantos, y a lo mejor son más tantos de lo
que nos imaginamos o quieren que imaginemos, que, sin que se pueda establecer
en qué momento la costumbre los ha sembrado en el pavimento a aguantar la indiferencia
del cemento y el hambre de éste, se tornaron en árboles ambulantes. ¿Fui la
única que vio en él algo diferente? Tal vez que, siendo de carne y hueso, era
su público, o todos sus públicos, el que lo convertía en un árbol más del
pavimento bogotano.