-Estas estúpidas y sensuales ganas de verle.- Piensa ella, con la impotencia de no saberse dueña entera del curso que toman las cosas entre los dos. Con las ganas de llamar, de reaccionar ante cualquier estímulo, de hacer que él se esfuerce por llegar. De privarle el beso que ella sí quiere sólo para tener el gusto de que él lo arrebate.
Lleva un silencioso deseo por morderle los labios, para que de ellos brote néctar; de aferrarse a un abrazo envolvente, de aquellos que dejan el frío de las noches en un plano desenfocado. Tiene ganas de darse la oportunidad de mirarlo con picardía, pero teme aburrirse y entrar en la etapa de excluirlo de sus reflexiones y por último de distanciarlo, como otros que se enredaron en su control y le hicieron saberse dueña de la dirección. La reta verse arrastrada por otras tendencias y se alivia de no llevar el control.
Por un momento se decide en llamarlo, pero se arrepiente y decide escribir un saludo que no comprometa sus deseos. Nada más obvio que la ansiedad aguda de sentir la caricia no expresa en las manos frías.
Se sienta en la sala de su casa a leer algo que la distraiga. Ignora los ruidos infantiles de sus hermanos y se deja llevar por la tinta. Pero quiere caminar por los senderos de la ciudad y tal vez encontrarlo en una esquina, reconocer su figura y alegrarse. Aprovechar para lucir una sonrisa, ser melosa por un rato, irónica como siempre y tierna sin quererlo, con su cabeza revuelta, sus altas defensas y su imaginación distraída. Aprovechar para dejarse invadir de lo desconocido y abandonar la lucha por el mando. Tiene unas estúpidas y caprichosas ganas de verle.