La mañana estaba despejada, pero el sol no era brillante. El viento frío golpeaba mis mejillas mientras yo caminaba con pasos cortos, con la boca cerrada para sentir algo de calor.
Llevaba el pelo húmedo, recogido por una cola negra, para no mojar la chaqueta con las puntas que gotean cuando uno se lava el cabello. Camino un poco encorvada con las manos juntas sobre el vaso de té, sintiendo el contraste entre el cartón hirviendo y la pared invisible de viento. Me gusta el aroma y la fresca de plástico en la que pongo el té.
Me siento un momento, en una mesa plana. No tengo razón para hacerlo y aplasto mi cara de sueño y mi espalda perezosa en la madera resinada. Una vez más me encuentro con los ojos azules y grandes que se abren como para engullirme, brillantes. Primero lo vi en la fila y ahora luce menos sorprendido. El joven es alto, lleva chaqueta de cuero y tiene un cuello largo.
Quito la mirada y giro la cabeza. No quiero divagar en por qué alguien me mira o no. Los ojos se mueven como mariposas y se posas donde se le de la gana, porque sí. Vuelvo a mi té.
En un momento, siento un cosquilleo escurridizo e intermitente, unos ojos en mi nuca. Giré sin pensarlo, arrepintiéndome sin razón cuando lo vi caminando, sin saber cuándo se levantó y a dónde había ido. No me sostuvo la mirada, triunfalmente la difuminó hacia el horizonte, sonriendo.
Me desorienté. Una oleada de nervios me llevaron a tomar mi maleta e irme con té en mano. No sé porqué me marché tan sigilosa. Y mientras me iba, nuevamente, sentí ese cosquilleo escurridizo e intermitente.