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¿Quién es Lince? Soy un ser humano que ve en la realidad situaciones amargas y dulces. La metáfora, como una manera de ser implícitos, es mi modo de ofrecerle mis perspectivas sobre diversas cosas de el mundo que hemos creado. Espero lo disfruten.
"Límite es la palabra que define el momento en el que debes detenerte ante la dificultad de que tus decisiones no recaigan enteramente en tu voluntad". L.P

Momentos Creativos

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abril 28, 2012

Reflejo de una copa de vino


Rita y Ciervo Antonio se conocían hacía 20 años, cuando el espíritu rebelde de su juventud los había empujado a la creencia ciega de un arrebato romántico.

Ambos creían en el amor meritorio, pero ya no veían su futuro con la misma ilusión y expectativa que aquel día en que nació su primer hijo, que murió en un junio frío.

Se conocieron un abril, en un restaurante-bar. Ella pasaba a las 5 y él a las 6. Ninguno sospechaba de la existencia del otro, convivían en el mundo con vecinos invisibles, sin llegar a creerse locos. Un día en que la dejaron esperando, la pérdida de su cita la hizo quedarse otro rato y oliendo a trago llegó Antonio tarareando una canción  de ánimo entonado.

El licor los había unido y ahora los separaba. Pero, ¿cómo regresar a, una siempre mejor, vida pasada?... Entre las amargas arrugas de la fatiga, eclipsado por los días que pesadamente se aplastaban consecutivos como puños en su espíritu vacío, el mundo se les había vaciado en los excesos de la “última” copa de vino.

Ya no había lágrimas, ni dolor. El rencor de Rita… gritaba, explorando hasta el último y más insospechado pliegue de la emoción. Había surgido en su sonrisa amarga una vitalidad carroñera, que se alimentaba del decrépito en pijama. Los años en vela y las angustias de novela habían transitado por un camino retorcido y los anhelos habían trasmutado en un amorfo cariño muerto. No quedaba la reverberación ni el recuerdo de las notas amorosas que en algún momento la habían llenado de satisfacción.

Entonces, llena del agobio de una juventud lejana, se miraba la cara en el reflejo de aquel hipnótico y maldito objeto de arena cristalizada. El se evaporaba como el alcohol que lo envenenaba y ella era libre de revolcarse en sus tristes recuerdos. Al fin se había liberado de aquel tarado que en sus años mozos tanto le había encantado, que con flores de exóticos perfumes y chocolates de primavera le había vendido la ilusión de una vida bendita por los númenes. Pero en la que de Baco y Atenea, sólo quedaban el vino y la pelea.

No había niños, ni hogar; ni sexo, ni paz. Las palabras eran platos rotos que se precipitaban contra sus cuerpos como flechas ponzoñosas. Ya no había cimiento ni saliva que salvara esa mentira de amor que con el día a día se diluía en la turbiedad de lo imposible de cicatrizar las heridas de una mala vida.

Lo dejaba solo, cuando el verlo sufrir se convertía en monotonía. Al salir, rodaban por las calles, entre los murmullos nocturnos, fragmentos de su falsa juventud y su empolvada feminidad. A lo lejos, como los sonidos repetitivos de un circo pobre, se oían las ásperas caricias podridas esparcidas en aquella penumbra, donde se encontraba con el policía de turno o el zapatero de la esquina.

Hacía frío fuera y, en la cama reducida, el muerto errante pensaba en el mañana. Por los ojos se le escurría incolora la esperanza del siguiente día. Deprimido y reducido a ser un hombre sin fantasías, se agotaba aún respirando. Sólo le quedaba el delirio ardiente y febril de creer que estaba sano como un roble; estando, en realidad, tan fuerte como un manzano.

Una noche, sin que Rita estuviese despierta y sin lograr autoconvencerse de prologar más la espera, salió agazapado por el jardín y con el coche, del trago, pagó la cuenta.

Enredada por las marañas de su pelo y con el aliento mortecino de su odio, Rita bramó carbón desde sus entrañas, habiendo calcinado el rezago de compasión que pudiese existir dentro. Buscó a su marido en la licorera, porque ya ni bar era. Y allí estaba éste, posando desarticulado en los límites de la portezuela.  El tendero le dijo, que aquel hombre había ido a vender su coche por un poco de vino.

Era la última gota para que el vaso estallara con la presión de una vida frustrada. Rita miró al viejo conteniendo las lágrimas oscuras de la rabia.

Ciervo Antonio no era hombre, ni tampoco el chico que había querido. Ahí sólo quedaba el cadáver de aquel borracho envejecido.

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