Dos policías arrastraban a un hombre moreno. Lo sacaban como si la multitud
de la Carpa Electrónica del concierto de la Mega Movistar Fest estuviese
pariendo a aquel tipo de ojos enrojecidos que sostenía un cacho de marihuana.
Pasó al lado mirando sin rumbo fijo, fumando aún la última cola del porro, que
alumbraba como un moscarrón disfrazado de luciérnaga. Cuando uno de los oficiales
se lo arrebató y lo tiró al piso, el hombre refunfuñó.
No era una gran multitud de manos encontradas y ritmos constantes que suele
aparecer en los conciertos pregrabados de grandes bandas de rock y que luce
como papilas gustativas moviéndose de un lado a otro. En aquella carpa, donde
ya había estado Natalia París con un penacho de plumas en la cabeza, tocaba un
dj de mangas arrancadas y gafas de sol anchas, mientras que algunas personas
bailaban electrónica queriendo creer que estaban en algún codiciado club de
moda de la capital.
Un par de muchachos que parecían recién salidos de alguna adaptación
teatral de la serie Doctor Who hacían una especie de paso que parecía el baile
del pizco y por más que la canción fuera otra el paso permanecía. A la derecha, unas adolescentes gritaban
conmocionadas, a la izquierda, unos muchachos estaban de cacería o conquiste.
Más adelante, una mujer de cabello tinturado de rosa negro y rubio, con
piercings de colores fluorescentes en la frente abrazaba a otra chica de
cabello diseñado en forma de piel de leopardo.
El parque Simón Bolívar estaba dividido con lonas blancas y verdes; el sol
estaba cubierto de velos corredizos por el viento y seguramente desde allá
arriba se habría podido distinguir no sólo las multitudes sino también los
puntos naranjas y verdes fosforescentes que eran el personal de logística y los
policías que custodiaban el parque.
En la carpa de siembra, una chica espantaba al público con una versión
macabra de una canción de Adele, mientras su saliva caía en las mallas del
micrófono. Laura Acuña, en vestido de baño de flores, era jurado musical del
concurso. El público era en su mayoría gente que conocía a quienes iban a
tocar.
En la plazoleta de comidas, sólo había comidas rápidas. Las filas eran de
considerable tamaño pero se movían rápido. Las mesas y sillas eran plásticas.
Un poco más al fondo había unos cojines en el pasto y en frente unos parlantes
que trasmitían la programación de la Mega y el cubrimiento de los
corresponsales ubicados en distintos puntos.
En el escenario principal, en el mismo lugar donde el año pasado RHCP hizo
vibrar el parque, la multitud sostenía dedos inflables y los movía
desordenadamente. Algunas muchachas sobresalían sentadas en los hombros de sus
novios o amigos y otros trataban de tumbarlas con la “brillante” idea de
iniciar un “pogo”.
La tarde llegó sin transición. El escenario recibió al reggaetón de Reikon,
de J Balvin y de varios más. Las pantallas de video trasmitían a un público
loco por aparecer un instante ante todos. Llegaron instrumentos, salieron.
Entraron bailarinas con ropa ajustada y garotas de vikini imperceptible con
plumas blancas en la espalda y la cabeza. Las luces jugaron con las nubes pintando
blancos luminosos en el cielo. Rompieron las sombras, revelaron el polvo flotante
en el aire y recrearon la estela de una estrella fugaz.
Pero al final, allí y todas partes, entre salto y salto el espacio vital se
redujo al contacto involuntario de brazos, codos y manos ajenas. Personas
feriaban trago, escabulléndose entre la gente como serpientes. Pisotones,
empujones y algunas escaramuzas de irse a los golpes. Besos románticos, miradas
atrayentes. Un niño de 11 años susurraba entre gritos “guaro, guaro” y detrás
un adolescente decía que si había “bareta”.
Había gritos de ovación y caderas sacudiéndose, condones lanzados al aire como
bombas. La gente bailaba con desconocidos y daba nombres falsos. La música
sonaba estridente mientras que mi pie luchando por mantenerse firme se quedó
atascado en una falda negra de prenses que estaba en el suelo.
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