Rita
y Ciervo Antonio se conocían hacía 20 años, cuando el espíritu rebelde de su
juventud los había empujado a la creencia ciega de un arrebato romántico.
Ambos
creían en el amor meritorio, pero ya no veían su futuro con la misma ilusión y
expectativa que aquel día en que nació su primer hijo, que murió en un junio
frío.
Se
conocieron un abril, en un restaurante-bar. Ella
pasaba a las 5 y él a
las 6. Ninguno sospechaba de la existencia del otro, convivían en el mundo con
vecinos invisibles, sin llegar a creerse locos. Un día en que la dejaron
esperando, la pérdida de su cita la hizo quedarse otro rato y oliendo a trago
llegó Antonio tarareando una canción de
ánimo entonado.
El
licor los había unido y ahora los separaba. Pero, ¿cómo regresar a, una siempre
mejor, vida pasada?... Entre las amargas arrugas de la fatiga, eclipsado por
los días que pesadamente se aplastaban consecutivos como puños en su espíritu
vacío, el mundo se les había vaciado en los excesos de la “última” copa de
vino.
Ya
no había lágrimas, ni dolor. El rencor de Rita… gritaba, explorando hasta el
último y más insospechado pliegue de la emoción. Había surgido en su sonrisa
amarga una vitalidad carroñera, que se alimentaba del decrépito en pijama. Los
años en vela y las angustias de novela habían transitado por un camino
retorcido y los anhelos habían trasmutado en un amorfo cariño muerto. No
quedaba la reverberación ni el recuerdo de las notas amorosas que en algún
momento la habían llenado de satisfacción.
Entonces,
llena del agobio de una juventud lejana, se miraba la cara en el reflejo de
aquel hipnótico y maldito objeto de arena cristalizada. El se evaporaba como el
alcohol que lo envenenaba y ella era libre de revolcarse en sus tristes
recuerdos. Al fin se había liberado de aquel tarado que en sus años mozos tanto
le había encantado, que con flores de exóticos perfumes y chocolates de
primavera le había vendido la ilusión de una vida bendita por los númenes. Pero
en la que de Baco y Atenea, sólo quedaban el vino y la pelea.
No
había niños, ni hogar; ni sexo, ni paz. Las palabras eran platos rotos que se
precipitaban contra sus cuerpos como flechas ponzoñosas. Ya no había cimiento
ni saliva que salvara esa mentira de amor que con el día a día se diluía en la
turbiedad de lo imposible de cicatrizar las heridas de una mala vida.
Lo
dejaba solo, cuando el verlo sufrir se convertía en monotonía. Al salir,
rodaban por las calles, entre los murmullos nocturnos, fragmentos de su falsa
juventud y su empolvada feminidad. A lo lejos, como los sonidos repetitivos de
un circo pobre, se oían las ásperas caricias podridas esparcidas en aquella
penumbra, donde se encontraba con el policía de turno o el zapatero de la
esquina.
Hacía
frío fuera y, en la cama reducida, el muerto errante pensaba en el mañana. Por
los ojos se le escurría incolora la esperanza del siguiente día. Deprimido y
reducido a ser un hombre sin fantasías, se agotaba aún respirando. Sólo le
quedaba el delirio ardiente y febril de creer que estaba sano como un roble;
estando, en realidad, tan fuerte como un manzano.
Una
noche, sin que Rita estuviese despierta y sin lograr autoconvencerse de
prologar más la espera, salió agazapado por el jardín y con el coche, del
trago, pagó la cuenta.
Enredada
por las marañas de su pelo y con el aliento mortecino de su odio, Rita bramó
carbón desde sus entrañas, habiendo calcinado el rezago de compasión que
pudiese existir dentro. Buscó a su marido en la licorera, porque ya ni bar era.
Y allí estaba éste, posando desarticulado en los límites de la portezuela. El tendero le dijo, que aquel hombre había
ido a vender su coche por un poco de vino.
Era
la última gota para que el vaso estallara con la presión de una vida frustrada.
Rita miró al viejo conteniendo las lágrimas oscuras de la rabia.
Ciervo
Antonio no era hombre, ni tampoco el chico que había querido. Ahí sólo quedaba
el cadáver de aquel borracho envejecido.
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