Elizabeth se despertó sin abrir los
ojos. Sintió la boca un poco seca y suficientes ganas de dormir otros sagrados
cinco minutos como para recogerse dentro de las cobijas. Ya que el despertador no había sonado, sopesó la
posibilidad de no alistarse para salir hacia la Universidad, pero la idea de
que hacía lo que le gustaba le dio fuerza para abrir los ojos y quitarse las
cobijas de sopetón. Sintió frío, pero se acostumbró rápidamente.
Se levantó usando su memoria como
ojos en la oscuridad. Tanteó dos veces el interruptor, pero no estaba. Con el seño fruncido, recorrió la pared con
la palma sin éxito. Volvió a la cama, confundida, pero su pie derecho tanteó la
orilla y encontró una mesa. Su tronco rebotó al instante, sentía la boca aún
más seca y recordó. La idea le pareció absurda sólo en su infancia despertaba con la garganta seca. Algo de miedo mezclado
con curiosidad le instaba a descubrir si podía ser real.
El vaso con agua, el mismo que su
madre le dejaba sobre la mesita de noche, la sorprendió. Rió nerviosa y respiró
repetitivamente para controlarse. Aún estaba a oscuras. Subió las persianas y vio a través del vidrio el parque de Cedro
Golf. Recordó las canciones que cantaba sobre el pino, las tardes en las que
llevaba una bolsa de zanahorias para alimentar a los conejos, el cumpleaños
donde mandó a dos jóvenes en bicicleta a que le arrojaran bombas de agua a sus
primos. Suspiró con picardía, olvidando, por un instante, lo raro del momento.
Más giró, reconoció el mural de margaritas que había hecho con su madre, el
techo lleno de discos volteados reflejando su cara, el perro de peluche con
gorro y la corbata de su uniforme. Su sonrisa se llenó de desconfianza y
percibió algo macabro, sintió la zozobra
de hallarse atrapada en un recuerdo.
Corrió por las escaleras hasta llegar a la sala. Vio a su padre leyendo el periódico en el amplio sofá de terciopelo rojo que les había heredado el abuelo. Con miedo de verle la cara fue cautelosamente a la cocina. Se estrelló con su madre. Ella tenía el pelo corto y le consentía la cabeza. Elizabeth se quedó fría, sintiendo la mano adornada con anillos entre el pelo.
Corrió por las escaleras hasta llegar a la sala. Vio a su padre leyendo el periódico en el amplio sofá de terciopelo rojo que les había heredado el abuelo. Con miedo de verle la cara fue cautelosamente a la cocina. Se estrelló con su madre. Ella tenía el pelo corto y le consentía la cabeza. Elizabeth se quedó fría, sintiendo la mano adornada con anillos entre el pelo.
Desayunó sin decir palabra. No
tuvo cabeza para saborear el huevo atomatado que tanto le gustaba. Ensimismada en
la posibilidad de que fuera un sueño, una ilusión, una muy mala broma o que
todo el mundo fuera diez años más joven. Fue consciente de sus contradicciones
internas, de su tristeza y de su alegría, y de cuánto daño le hacía ver a sus
padres juntos de nuevo.
Aprovechó la orden de irse a
bañar para encogerse en la ducha. Cerró los ojos pensando que era brillante la
idea de perder la consciencia y despertar en la realidad de nuevo, pero el humo
del baño terminó por resignarla y por regalarle un regaño suavemente maternal.
Eso le agradó, hasta sonrió, pensó en lo hermoso de no tener problemas y
discusiones eternas con su madre.
Se sintió aliviada de que fuese sábado,
la posibilidad de volver a su colegio y tener que tratar con todos sus
compañeros le turbaba. No sin dudas aprovechó para sentir lo que el día le
brindaba. Cantó a todo pulmón Californication de los Red Hot Chilli Peppers.
Almorzó ajiaco con su hermano y sus padres, sentada en la silla más alta. Bailó
Brittney Spears para su mamá. Consintió
a ninfa, su lorita mansa, y se quejó de no poder coger a Lancer, el loro al que
su hermano enseñaba a picotear. Sacó a las barbies a modelar y hacer discursos
en el patio. Y cuando la tarde comenzaba a quemar la rama alta del pino de
enfrente, se refugió, no por mucho, en un rincón debajo del escritorio. Lloró
silenciosamente por su deseo de continuar viviendo ese sueño, dejando el miedo
y la vergüenza de lado, cultivando más amor que el ya cultivado. Lloró por
recordar su vida como adulta, por no avergonzarse de ella, pero por no poder
decidirse por ninguna. Respiró y poco a poco el llanto silencioso se convirtió
en mero silencio.
Fue un momento duro, Elizabeth sabía
lo que iba a pasar. Su madre y su hermano entraron con unas velas en las manos.
Las pusieron en el suelo, mientras Elizabeth salía de su escondite con el corazón tan
agitado como el de un ave. Por años había deseado revivir las noches de cuentos
a oscuras. Gracias a esos años amaba la luz de las velas y de las estrellas,
gracias a ello apreciaba la literatura, con dragones, sapos y princesas,
gracias a ello, y a todo lo que había vivido ese día, Elizabeth era quien era. Y a la
hora de dormir, minutos antes de las nueve, después del besito de buenas
noches, del abrazo y del discurso sobre angelitos, el niño Dios y hasta el “perrito
de Santa Closh”, Elizabeth se acomodó en la almohada y cerró los ojos con la idea
de que aún si se despertara en esa o en la realidad 10 años más adelante, con o sin sed, lo haría
con la satisfacción de saberse Elizabeth.
El tiempo se traslado en un segundo, imaginando cada escena como única......que acertado y que sutileza para tratar al recordar... Bella inamorata..
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